Sin Fronteras  

 

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nº 5 · 2003

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los hutu te paraban para mirarte los dedos, la nariz y las orejas para ver si eras un tutsi

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fueron tantos los hombres asesinados que Ruanda se convirtió en un país de mujeres, una nación de viudas traumatizadas, huérfanos y huérfanas, y madres de niñas y niños asesinados

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La cultura tradicional prohibía a la población femenina desempeñar los trabajos más elementales, desde subir al techo hasta ordeñar las vacas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las mujeres de Ruanda tienen uno de los índices de alfabetización más altos de África: el 61%

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En lo informal las mujeres son ya líderes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los hombres empiezan a entender que las mujeres tienen sus mismas capacidades

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las violaciones y la violencia familiar hoy son denunciadas mucho más a menudo

 

Del Caos al Matriarcado

Kimberlee Acquaro y Peter Landesman
publicado en la revista estadounidense Mother Jones (Estados Unidos) en Febrero de 2003

Sobrevivieron a los machetes y a las violaciones masivas. Ahora, las mujeres ruandesas (casi dos tercios de la población), están aprendiendo a sacar a su país de la oscuridad.

El 7 de abril de 1994, el segundo día del genocidio, Joseline Mujawamariya, que tenía entonces 17 años, se acurrucó con su hermana gemela y su hermano pequeño entre el alto follaje a las afueras de su poblado, Butamwe, en Ruanda Central. Así se escondieron durante tres días mientras hombres y jóvenes hutu con los que habían crecido, armados con machetes, iniciaban una carnicería de violencia y violaciones, quemando casas y dando caza a amigos y vecinos tutsi, y después prendiendo fuego a los campos.

Joseline esperó hasta el ocaso, y cuando el negro humo oscureció la última luz del cielo huyó con los niños. Se unieron a un grupo de refugiados que huía amparándose bajo la oscuridad, y durante mas de dos meses sobrevivieron de la comida que encontraban entre los campos diseminados de cadáveres y del agua de la lluvia que recogían en los huecos de sus manos, aunque peor que el hambre y el cansancio era el terror, dice Joseline. “Los hutu te paraban para mirarte los dedos, la nariz y las orejas para ver si eras un tutsi”. A finales de junio, el Frente Patriótico Ruandés, por los tutsi, que venía invadiendo desde las vecinas Uganda y Burundi, comenzaron a arrasar el país, expulsando a los hutus. Grupos de refugiados deshechos, comenzaron a volver a casa y Joseline entre ellos. Cuando Joseline llegó a Butamwe, se encontró con una ciudad fantasma. “No había quedado nadie”, recuerda.

Una mañana del pasado otoño, Joseline subió a la cima de una colina que domina Butamwe con su hijo de cinco meses atado a la espalda. Ante ella se extendía un mar ondeante de plataneras y valles deslizándose a través de lagos de niebla. Columnas de humo procedentes de fogones y fuegos vigilados para quemar la hojarasca parecían enredarse desde la tierra al cielo. Un centenar de supervivientes tutsi estaban construyendo una carretera hacia la capital, Kigali, por los acantilados. Los machetes sobresalían por el alto follaje. Las mujeres con los niños durmiendo en sus espaldas cortaban con azadas a través de la tierra rocosa. Joseline era su líder. Ahora tiene veinticinco años y es madre de tres niños. Con solo un diploma de la escuela elemental en 1999 fue elegida jefa de desarrollo urbano, después de presentarse en otras dos ocasiones a otros cargos. “No sabía qué tenía que hacer cuando fui elegida la primera vez”, dice. “Pensé que tendría que comprar una vaca para el poblado”. Lo que ahora hace es supervisar la reconstrucción de la arruinada infraestructura de Butamwe, a la vez que el servicio de salud, el sistema judicial, el sector de educación, de cultura y economía. Está reconstruyendo la vida de sus vecinos mientras lucha por reconstruir la suya. Desde la colina, Joseline señaló las ruinas de una estructura fangosa en un campo invadido de hierba. “Ese era mi hogar” dice en voz baja, “donde mis padres y mis hermanos fueron asesinados”.

Eliminar el problema

El genocidio de 1994, uno de las peores masacres en los anales de la historia, fue provocado por el asesinato del presidente hutu de Ruanda, después de una larga guerra civil entre el gobierno guiado por los hutu y el Frente Patriótico Rwandés dominado por los tutsi. Era un deliberado esfuerzo por eliminar el “problema” de los tutsi; más tarde se descubrieron libros sobre Hitler y el Holocausto y una lista de posibles víctimas en las oficinas de los oficiales de alto rango del gobierno. Murieron al menos un millón de tutsis y hutus moderados.

Pero no son sólo las cifras lo que distingue este genocidio de otros horrores del siglo XX. La ferocidad y la concentración de la masacre no tienen precedente, así como el modo en que se llevó a cabo. Los asesinos eran vecinos, parientes, profesores, doctores, incluso monjas y sacerdotes, y no mataban con metralletas o cámaras de gas, sino con machetes, palos, cuchillos y con sus propias manos. Fueron tantos los hombres asesinados que Ruanda se convirtió en un país de mujeres, una nación de viudas traumatizadas, huérfanos y huérfanas y madres de niñas y niños asesinados. Incluso hoy en día, el 60% de la población es de sexo femenino.

Uno de los instrumentos más terribles del genocidio fue la violencia sexual masiva contra las mujeres tutsi, las autoridades hutu instigaban a los soldados seropositivos a participar en las violaciones. Las Naciones Unidas han calculado que fueron violadas al menos doscientas cincuenta mil mujeres, la mayor parte de ellas repetidamente, por semanas o meses. Muchas de estas mujeres eran después asesinadas, pero a otras le conservaron la vida deliberadamente para que naciera una población de “no-tutsi” sin padres. Según un estudio de Avega, una asociación de viudas victimas del genocidio, el 70% de las mujeres que sobrevivieron a las violaciones – y muchos de sus hijos e hijas – hoy tienen el sida.

Un cúmulo de ruinas

El genocidio duró tres meses, de abril a junio de 1994. Transformó Ruanda en un cúmulo de ruinas, destruyendo completamente las estructuras políticas, económicas y sociales del país. La cultura tradicional prohibía a la población femenina desempeñar los trabajos más elementales, desde subir al techo hasta ordeñar las vacas. Pero después del genocidio las mujeres se han visto obligadas a asumir tareas de las que en el pasado eran excluidas. El resultado es un proceso imprevisto – si no involuntario – de emancipación. Hoy el parlamento de Ruanda está compuesto por un 25% de mujeres, con gran diferencia el porcentaje femenino más alto en las instituciones nacionales de todo el mundo, excepto en Europa. “Los hombres piensan que es una revolución”, dice Angelica Kanyange, líder de los estudiantes en la universidad nacional ruandesa. “No es una revolución: es una estrategia de desarrollo”.

Después del final del genocidio, alrededor de ochocientos mil prófugos tutsi regresaron a Ruanda, mientras un flujo contrario de dos millones de hutu escapó por miedo a la venganza de los tutsi. En Ruanda les esperaba una población de “muertos vivientes”, sobrevivientes aturdidos por el dolor. En un país de sólo siete millones de habitantes, para poner en marcha la reconstrucción no bastaba sustituir los líderes asesinados y poner de nuevo en pie las casas. Era “un proceso de deconstrucción tanto como de reconstrucción: se necesitaba deconstruir los prejuicios étnicos y los estereotipos de genero”, dice Jack Hjelt, ex-director del programa humanitario y de desarrollo promovido por los Estados Unidos después del genocidio.

Antes del genocidio las mujeres en puestos de poder eran un fenómeno raro, aunque no inaudito. (El primer ministro ruandés de la época era una mujer hutu moderada que se había opuesto al exterminio de los tutsi; fue asesinada y sufrió mutilaciones sexuales durante las primeras horas de la masacre). Ahora el 18 % de los más altos cargos públicos son ocupados por mujeres. Cuatro mujeres tienen cargo en el ejecutivo, entre las cuales Angelina Muganza, a quien se le ha asignado la tarea de dirigir el nuevo Ministerio de Mujeres y Desarrollo.

“En nuestro país hay una historia de división y desinformación que concierne sobre todo a las mujeres analfabetas y no instruidas”, explica Muganza. Antes del genocidio el 55 % de las mujeres no sabía leer (frente al 48 % de los hombres), y muchas se convirtieron en presa fácil de una despiadada campaña de propaganda a base de caricaturas que retrataban a las mujeres tutsi como prostitutas lascivas dispuestas a seducir a los hombres hutu y a destruir sus familias. Con el consenso desinformado y manipulado de sus mujeres, los hombres hutu fueron incitados a violar y asesinar las mujeres tutsi por el bien de la “unidad” hutu.

En algunos casos las mujeres han participado más directamente e incluso han organizado las masacres. El año pasado dos monjas ruandesas, Gertrude Mukangango y Maria Kisito Mukabutera, han sido procesadas en Bélgica y condenadas por homicidio por su papel en la matanza de siete mil tutsi que se habían refugiado en su convento. La Ministra ruandesa de la familia y la condición femenina en la época del genocidio, Pauline Nyiramasuhuko, está bajo proceso en el Tribunal Penal Internacional sobre Ruanda en Arusha, Tanzania, acusada de haber ordenado personalmente a pelotones de hombres hutu la tortura y el exterminio de los hombres tutsi y la violación y la mutilación de sus mujeres.

Hoy las jóvenes y mujeres de Ruanda tienen uno de los índices de alfabetización más altos de África: el 61%. Casi la misma proporción de niños y niñas, el 70%, van a la escuela. Antes del genocidio la relación era de 9 niños por cada niña. Casi la mitad de los licenciados son mujeres, frente al 6% de hace apenas diez años. Y por primera vez se reconoce a las mujeres el derecho de propiedad; en el pasado no podían quedarse la casa – y ni siquiera los hijos – cuando el marido o sus parientes masculinos morían.

Delphine Umutesi tenía diez años cuando vio a su padre ser asesinado por los hutu en su casa, era la más grande de cinco hijos, el más pequeño tenía menos de un año. Después del genocidio los niños encontraron refugio en un orfanato. Cuando el edificio cerró, Delphine, que tenía solo catorce años, era de nuevo una de los 65 mil menores ruandeses cabeza de familia, una niña que cuidaba a otros niños. “Me pregunté: ‘¿Cómo haremos para salir adelante?’”.

Regresó con sus hermanos a la casa de barro de su familia, en el campo alrededor de Kigali. Técnicamente era una okupa, pero después de 1999 el Parlamento aprobó una ley que permitía a las mujeres heredar la tierra y ahora es la dueña de la propiedad. No tiene tiempo para ir al colegio, pero cada mañana manda a sus hermanos a la escuela y recorre varios kilómetros a pie para ir al trabajo. Da de comer a su familia haciendo postales de felicitación con las hojas de plataneras, una actividad aparentemente modesta, pero que hubiera sido imposible de realizar antes del genocidio, cuando las mujeres no podían ganar dinero. “Intento ayudarlos a hacer los deberes”, dice, “pero pronto sabrán más que yo”.

Cuando el marido, cinco hijas y dos hijos de Josephina Mukahkusi fueron asesinados a golpe de machete delante de sus ojos, su asesino hutu la golpeó y después la arrojó a un pozo negro, creyéndola muerta. Al final fue salvada y transportada a la superficie, cubierta de la sangre de sus hijas. Ahora Josephina tiene 45 años y no es capaz de recordar si estuvo en el pozo negro durante algunas horas o por varios días. Lo que recuerda es el horror de haberse quedado viva, sin hijos y sola. “Después de que los maridos asesinaran, las mujeres hutu saqueaban todo”, cuenta. “Muchas de ellas eran mis amigas. Habían sido las madrinas de nuestros hijos”. Después del genocidio Josephina tenía miedo de volver a casa sola y se fue a vivir a un centro de asistencia donde ha encontrado y adoptado a Jane, una huérfana hutu. Josephina y Jane ya han regresado al poblado, donde viven entre gente que ha participado en las masacres. “La madre de Jane era hutu, pero ella es inocente”, dice. Su esperanza es que Jane crezca sintiéndose ruandesa, y no hutu o tutsi.

Los hijos de la violencia

Severa Mukakinani fue obligada a asistir a la masacre de sus siete hijos, después fue violada repetidamente por sus asesinos. “La violación se prolongó por mucho tiempo, no podría decir cuanto”, nos contó Severa, que ahora tiene 43 años. “Cuando se cansaron de mi, me mutilaron, me golpearon y me arrojaron al río”. Creyeron que estaba muerta, pero sobrevivió para descubrir que estaba embarazada. “Quería abortar, pero después decidí tener a la niña porque creo que no tiene culpa”. La ha llamado Akimana, que significa “hija de Dios”.

“La situación en Ruanda es diferente a la de cualquier otro país del mundo”, explica Barbara Ferris, fundadora y presidente del Centro Internacional para la Democracia de las Mujeres, que enseña a las mujeres cómo participar en la vida política de las nuevas democracias. Las ruandesas han llegado a este punto también gracias a una redefinición legal de su rol. “Es lógico que la mujeres ocupen puestos de poder oficial”, dice Ferris. “En lo informal las mujeres son ya líderes. Quieren todo aquéllo que cada mujer quiere para sus hijos, una vida mejor, acceso a la educación, comida sobre la mesa y un techo sobre la cabeza. Si para obtenerlo deben entrar en política, lo harán”.

De los ciento seis alcaldes de Ruanda, hoy cinco son mujeres. (Ninguna mujer tenía este cargo antes del genocidio). Una de ellas, Specioze Mukandutiye, nos ha recibido en su oficina de Save, en Ruanda meridional. Ella tiene una responsabilidad particular en la reconstrucción del país, porque es una hutu, nos ha explicado con tono serio y tranquilo. Su marido, un tutsi, ha sido asesinado, pero sus cuatro hijos han sobrevivido. “Los hutu han intentado asesinarlos muchas veces porque yo era una moderada y todos los hutu que no les seguían debían ser asesinados”.

Después de la guerra civil Specioze fundó un grupo de apoyo para las viudas del genocidio: era la única hutu de la asociación. Fue nombrada alcaldesa por el gobierno en 1995 y en el 2001 ha sido reelegida en este cargo por un electorado predominantemente tutsi. Desde que ejerce su función de alcaldesa, nos ha dicho Specioze, el mayor obstáculo no ha sido su origen étnico sino ser mujer, aunque poco a poco “los hombres empiezan a entender que las mujeres tienen sus mismas capacidades”. Sin embargo, con una mezcla de tristeza e ironía hizo la observación, que si su marido hubiera sobrevivido ella no habría podido comprometerse jamás políticamente. “Habría tenido que hacer lo que me dijera”. Es difícil conciliar trabajo y familia, pero ella está decidida a hacerlo porque “es el momento para que las mujeres ruandesas demuestren que saben hacer las mismas tareas de los hombres y que valen tanto como ellos”.

Odette Mukakabera es una de las doscientas mujeres de la nueva fuerza de policía ruandesa, que cuenta con cinco mil agentes (una mujer es también la segunda funcionaria de policía en orden de importancia, la vice-comandante). Después de trabajar diez años como profesora, antes de la guerra civil, Odette ha respondido a una convocatoria de reclutamiento para mujeres oficiales en el 2000. Desde que forma parte de la policía también ha declarado públicamente tener el sida, una decisión difícil para las mujeres africanas. Su marido murió de esta enfermedad poco después del genocidio dejándola con cuatro hijos que mantener, mientras iba al instituto de derecho a jornada completa. “Estoy preparando una tesis sobre los derechos de las personas seropositivas”, nos cuenta en su oficina en la sede central de la policía en Kigali. “Hablo públicamente de mi condición para sensibilizar a la gente. Es difícil hacer todo esto, ser una madre, una policía y una estudiante. Pero seguiré intentándolo mientras tenga fuerzas”.

Odette no ha sido discriminada en el interior de la policía, dice, pero cuando está de servicio la gente a menudo parece sorprendida de ver una oficial mujer. Para la mayor parte de los ruandeses, nos ha dicho el vicecomandante de la policía Dennos Karea, las mujeres en uniforme son todavía una novedad: “Es un proceso de transformación que estamos atravesando todos”. Pero las mujeres policía son frecuentemente más eficientes que los hombres para resolver crímenes, ha añadido. Las violaciones y la violencia familiar hoy son denunciadas mucho más a menudo.

Severa Mukakinani está convencida que su hija tendrá una vida mejor, aunque el presente es muy difícil. “Antes tenía siete hijos, pero tenía también un marido que les daba de comer”, cuenta. “Ahora sólo tengo una, pero me cuesta poner sobre la mesa el desayuno”. Muchas mujeres con las que hemos hablado han expresado los mismos sentimientos. La historia las ha cargado con un peso extraordinario, pero al mismo tiempo les ha ofrecido una oportunidad sin precedentes. “El futuro de Ruanda”, dice Severa, “está sobre nuestros hombros”.