
nº 4 · 2002
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Los Lunes al Sol. Una de sus posibles lecturas.
Ana Delso Atalaya. Coordinadora de AMECOOP e integrante del Departamento de Mujer de COCETA.
Este artículo quiere ofrecer, a partir de una lectura de la película Los Lunes al Sol, un espacio de reflexión sobre cómo nos afecta el empleo a hombres y mujeres y como podemos a partir de esta realidad construir nuevas identidades.
Los lunes al sol es una excelente crónica de uno de los mundos del desempleo. Digo uno de los mundos del desempleo porque en nuestro país el reflejo más común del desempleo tiene sexo femenino. Pero no es de eso de lo que quería hablar en este artículo. Los lunes al sol es una excelente crónica de ese desempleo que proviene de la reconversión industrial y del cambio profundo que ha sufrido la economía en los últimos tiempos, es una crónica del paso de un modelo de empleo a otro, de un modelo de relación con el mundo del trabajo –con empleo estable, con un modelo de relación sindical determinado, con una fuerza organizada frente a la patronal- a otro modelo de inestabilidad, de movilidad constante, de precariedad. El obrero industrial se reconvierte a empresario hostelero con un pequeño bar o a guarda de seguridad en un estadio de fútbol. Desaparece el grupo obrero, la unidad, esa que tanto echa de menos el Santa de la película.
Hemos visto transformarse la economía dejando historias como estas en los últimos 20 años. La nueva economía ha impuesto otra relación mano de obra-empresa, en la que la tiranía de la flexibilidad ha destruido empleo hasta generar las condiciones que el empresariado necesita para una nueva forma de reclutamiento de mano de obra. Ya no se cambia fuerza de trabajo por empleo estable, seguridad y una relación sindical organizada y fuerte. Se ha conseguido desregular el mercado obteniendo empleo temporal en lugar de empleo estable, mayor movilidad laboral, unas relaciones laborales formales debilitadas sobre todo por la fragmentación del mercado de trabajo y, a la vez, se ha logrado exigir más de la trabajadora o trabajador con menos prestaciones a cambio.
La nueva realidad del empleo condiciona no sólo la estabilidad y la calidad de la relación laboral, sino las condiciones de participación y organización de la población, ya que la exigencia de implicación laboral y de formación y reciclaje constante nos abocan a una carrera contra el tiempo y contra otras formas de participación social que no sean el empleo.
En este contexto reclamar tiempo, no sólo para conciliar trabajo y familia, que es la demanda a la que más se ha prestado atención, es una necesidad para tener una vida un poco más rica. Tener tiempo, tener algún tiempo que no sea el consagrado al mercado se ha convertido en una necesidad, no en un lujo. Como afirma Cristina García Sáinz :
“La necesidad de conciliar surge de un deseo de autonomía, de autodeterminación personal sobre la vida de cada una/o, de disponer de nuestro tiempo sin que sea el mercado el que decida qué parte (de nuestro tiempo) es el prioritario y qué otra parte queda como subordinado, cuál es el principal y qué otros quedan como residuales, hallándose entre estos últimos los que dedicamos a nuestra familia, nuestros amigos o al cumplimiento de nuestras expectativas. El deseo de conciliar vida y trabajo asalariado, o trabajo para otros, es prácticamente universal.”
La identidad unívoca
Esta necesidad de decidir sobre nuestro propio tiempo, enlaza con la necesidad de cuestionar cómo se ha construido esta relación con el empleo, que ha determinado qué tiempos se dedican a vender nuestra fuerza de trabajo, estableciendo el resto como tiempos residuales. La película de Fernando León es –en mi opinión - un increíble espejo de la identidad masculina articulada en torno al eje central del empleo, sin cuestionar como este elemento ha actuado para reducir otros.
En todos los personajes masculinos de la película se derrumba el elemento central de identidad al perder el empleo y se maneja mal la capacidad de incidir en la realidad, porque se cree que esta capacidad de incidir ha desaparecido al desaparecer la relación laboral. Santa necesita, a través de la ruptura de la farola, demostrar que sigue teniendo alguna capacidad de respuesta frente a la realidad impuesta por el astillero, por los poderes públicos, en definitiva por algo que está fuera de su control. La pérdida del norte se refleja en la resistencia a aceptarse como “inactivos” (y por tanto en la incapacidad para aceptar un crédito gestionado por otra persona), en un intento de cambiar lo que no se puede cambiar (la edad tiñéndose el pelo) o, de forma más dramática, en la depresión.
Esta pérdida de referentes conmueve pero debería también invitar a una reflexión sobre lo absurdo que supone construir la identidad, en este caso masculina, en torno a un solo elemento: el de trabajador o empleado. Esto responde a un modelo tradicional de socialización de género que limita enormemente las potenciales de las personas, muy útil desde luego al mundo de la empresa, pero muy reduccionista y, en última instancia, muy frustrante cuando este único elemento se ve por cualquier vía cuestionado.
En nuestra cultura, si no produces no eres. Muchísimos elementos, no sólo las prestaciones, que van por vía contributiva, están vinculados al empleo. El sistema está estructurado así, pero las personas lo hemos interiorizado, en muchos casos de formas inconsciente, como bueno. ¿Es realmente bueno este modelo? Las mujeres hemos tenido la oportunidad, por todo nuestro trabajo en otros ámbitos, de articular una identidad más compleja, lo que ha tenido costes en relación al empleo, pero puede suponer una riqueza y una aportación a la hora de cuestionar la visión de persona/máquina o persona/producción y tratar de generar un modelo más rico de identidades.
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